?> La tentación totalitaria - Julio Ariza ?>
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“Un centenar de millones de seres humanos pagaron con su vida esta obsesión de la izquierda por crear el ‘Hombre Nuevo’, despreciando al hombre real”.

No es raro que esta izquierda nuestra haga gala de progresismo y nos quiera a todos con la atención puesta en un futuro imaginado, porque volver la vista a la historia con mirada limpia y alguna profundidad es dejar de ser de izquierdas o abrazar el cinismo.

Es el lenguaje del socialismo, donde las palabras, como en la Oceanía imaginada por Orwell en 1984, significan lo contrario de su concepto original: la paz es la guerra, el amor es odio y la esclavitud es libertad. Sólo así se puede entender que el socialismo –y, por extensión, la izquierda– no haya seguido los pasos de esos hijos descarriados suyos que fueron el fascismo italiano –obra de un insigne socialista, director del órgano del partido, Avantie, hijo de su secretario general– y el Nacionalsocialismo alemán, cuando la historia ha demostrado hasta el hartazgo que es la filosofía del fracaso, el credo de la ignorancia y el evangelio de la envidia, por decirlo con las palabras de Winston Churchill.

Sospecho que, de aquí a unos años, los conceptos de izquierda y derecha serán revisados y manejaremos una clasificación más útil, porque si la izquierda existe sin duda –con diferencias de grado, no de naturaleza–, la denominada derecha es el espacio de la libertad, de propuestas que en ocasiones poco tienen que ver entre sí, salvo el honorable título de no ser izquierda. Pero, obligado a mantener el binomio más popular, podría decirse que es de derechas quien cree que existe un orden natural preexistente al sujeto, que debe descubrir y aplicar a la realidad social. Y es de izquierdas quien descree de este orden previo y piensa que debe crearlo ex nihil en el caso de la comunidad humana.

Año Cero

La piedra de toque de la izquierda es esa ‘tabula rasa’ que quiere hacer siempre de las sociedades humanas, forzando a los individuos y los hechos a ajustarse a un esquema ideal. Cuando ese ajuste no funciona, tanto peor para los hechos… Y para los individuos. Un centenar de millones de seres humanos pagaron con su vida esta obsesión de la izquierda por crear ‘el Hombre Nuevo’, despreciando al hombre real. O, como decía Chesterton “amaban apasionadamente a la humanidad pero no soportaban que nadie tosiera a su lado”. Lo que no es extraño en una teoría cuya pareja de creadores –Marx y Engels– hablaban en nombre de la clase trabajadora a pesar de no haber trabajado en algo útil un solo día de sus vidas, abandonar a sus hijos o maltratar despiadadamente al servicio domestico.

Si la historia no fuera una muestra evidente y abrumadora de la deriva totalitaria de la izquierda, los propios postulados de esta ideología, su concepto del hombre, serían ya suficiente indicio, porque el socialismo es, incluso en el plano teórico, una rebelión contra la realidad, una negativa tajante a ver las cosas como son y ajustar a lo que conocemos del hombre y el mundo nuestro proyecto social.

No hay sector en el que la izquierda no haya sembrado el desastre, pueblo al que no haya arruinado si se le da la oportunidad, población que no haya diezmado con purgas masivas que han dejado pequeñas las masacres nazis o la desolación de las hordas de Genghis Khan. Y, sin embargo, mientras confesar alguna simpatía por los regímenes vencidos en la Segunda Guerra Mundial supone –con toda la razón– la muerte política y social, todavía vemos a políticos e intelectuales afirmando “ser de izquierdas” no sólo sin vergüenza o remordimiento por la desolación sembrada por la ideología que pregonan, sino incluso con timbre de orgullo, como si proclamasen lo listos, ilustrados y compasivos que son. En un sentido, pronunciarse de izquierdas exime de la molestia de tener que hacer esfuerzo alguno por el prójimo o la sociedad.

Los mañanas que cantan

Los izquierdistas ingenuos y de buena fe –los hay– quisieron ver en cada nuevo ‘proyecto socialista’ la aventura definitiva que demostraría, al fin, que el socialismo no es incompatible con la falta de libertad ni sinónimo necesario de la miseria. En vano. Abiertos los ojos, a la fuerza, al horror soviético, se pasaron con entusiasmo al experimento chino. Después de las hambrunas indescriptibles minuciosamente manufacturadas por Mao con el Gran Salto Hacia Adelante (¿al abismo?) y la Revolución Cultural, creyeron en Corea del Norte.

Luego, en rápida sucesión, vinieron Vietnam, Camboya, los socialismos africanos, Cuba, Nicaragua… Para ver, en cada caso, como se repetía invariablemente el esquema de tiranía ideológica, mentiras, represión, adoctrinamiento incesante y miseria.

Que una concatenación tan persistente de fracasos, siguiendo líneas idénticas, no haya abierto definitivamente los ojos de nuestra izquierda en Occidente, relegando definitivamente el socialismo al basurero de la historia, es buena prueba de la victoria gramsciana sobre la cultura y el lenguaje político compartido, asignatura pendiente e incluso ignorada de una derecha pusilánime.

Porque este reiterado esquema histórico de errores no es un cúmulo de desgraciadas coincidencias, sino que está en el mismo ADN de la izquierda. Del mismo modo podemos repetir hasta el hartazgo el experimento de dejar una piedra en el aire, que caerá al suelo sea cual sea nuestro deseo o intención. La ignorancia de qué es el hombre, cuál es su fin, qué le mueve y a qué tiende hacen que la izquierda haya fracasado ya en sus planteamientos, mucho antes de ser probada en la práctica.

Totalitarismo genético

Hace poco hemos asistido a uno de los más espeluznantes intentos de ingeniería social –y de los más genuinamente izquierdistas– por parte del Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, la Ley contra la Discriminación en el Trato. En ella está encapsulada toda la aversión a la libertad personal, a la individualidad, al Estado de Derecho; toda la fe en el cambio de naturaleza por imposición, todo el anhelo de ajustar las personas a las ideas y todo, en fin, el totalitarismo al que tiende irremediablemente la izquierda, incluso cuando aún no puede prescindir de urnas y parlamentos.

La derecha es una creencia innata en la limitación de nuestras posibilidades de mejorar al hombre. Cree que es la sociedad misma, el conjunto de los individuos, los que en sus interacciones libres dan color, sabor, creencias y valores a una cultura, sobre la que el poder deberá actuar como un respetuoso árbitro. No así la izquierda, para la que la naturaleza humana es blanda arcilla que puede modelar a placer.

Los ideólogos de la izquierda nos quiere justos y benéficos por ley, felices por decreto. Aunque para ello tengan que preparar el gulag. No son capaces de asumir algo que tienen en el fondo del corazón, fruto de su humana condición: que un hombre sin Dios es un ser sediento y angustiado, incapaz de ser feliz y de dar la felicidad a los demás. Incapaces de reconocer que una sociedad sin Dios no puede encontrar la paz, no es, como les gusta decir a ellos, sostenible. El vacío de trascendencia es llenado con placeres de regusto a acíbar, donde el odio encuentra fácilmente un hueco de destrucción y desunión.

El cristianismo sigue ahí esperando de nuevo que este hombre moderno, mayor de edad, desengañado, regrese a su viejo y acogedor hogar para darle la luz de un destino eterno, capaz de inyectar las razones para vivir que no ha podido encontrar en ideologías de tristeza y muerte.